El otro día, un trabajador de una empresa cliente, alguien con quien mantengo una relación estrictamente profesional, justificaba su trato agresivo conmigo y otros de mis compañeros, en que soy muy ‘pasional’ y me tomo las cosas muy a pecho. No es la primera vez que me pasa. Es cierto, soy muy pasional. Si no lo fuera, creo que no podría ser yo mismo, con mis virtudes y defectos.
Lo que pasa es que soy lo suficientemente viejo para distinguir cuando la agresividad la motiva algo personal, o es un modus operandi para exigir más de la otra parte por medio de la intimidación, la coacción y el miedo. Miedo a perder un cliente, una cuenta importante, o hasta una nómina a fin de mes.
Pero no os engañéis: es la misma conducta que tienen los maltratadores, personas que usan la violencia física, verbal o la agresividad para imponerse. Y no estoy hablando de una discusión o un calentón, que lo podemos tener cualquiera. Hablo de un comportamiento convertido en herramienta de trabajo.
Muchas empresas incentivan también este comportamiento en sus equipos con el trato a otros equipos o a proveedores; porque, lamentablemente, casi siempre les funciona, ya que la mayoría de las personas tienden a evitar enfrentamientos cediendo, o no se sienten fuertes para plantar cara. Se escudan en que el mercado es muy agresivo, y en que vivimos y operamos un mundo muy competitivo. Es solo una excusa, les funciona (la mayoría de las veces), y lo usan sin pudor.
Pero cuando alguien planta cara y además les afea la conducta, la respuesta suele ser inhabilitarte con ‘no te lo tomes como algo personal, esto es trabajo‘, o ‘es que tú eres muy sentimental/pasional…‘ Pero esto no es cierto. Es muy necesiario ponerles límites e informarles de cual es la línea roja tras la que encontrarán una confrontación directa o un rechazo.
La agresividad y la intimidación, en cualquier tipo de relación, son siempre una elección personal. Y elegirlas no te convierten nunca en mejor profesional. Te hacen peor persona.